Por Jaime Moreno Villareal.
Dado que la línea juega un papel protagónico en la pintura de Patricia Fabre, es posible acercarse a su trabajo a partir de las cualidades de su dibujo. Una mano muy libre en el juego de las direcciones y proporciones va dejando huella de sus acciones a través de su paseo sobre el lienzo. En su realización, la idea no es previa —como en el dibujo clásico— ni es automática la realización —como en el gestualismo. Fabre construye una tensión muy evidente entre lo deliberado y lo accidental, el espectador puede seguir sus procesos de trazo y composición como un continuo en el que el propio dibujo conduce a la pintora de la sugestión a la organización compositiva de la obra.
Aunque las formas que se van imponiendo en el trazo suelen ser caprichosas, cierta pulsión de orden hace que la pintora las envuelva en contornos orgánicos que a menudo se refieren al cuerpo humano como unidad de representación. Así, cuerpos, cabezas y corazones se van enriqueciendo con alusiones claras a las vestimentas, a los ojos, a los labios. El orden de esos cuerpos puede concentrarse en la individuación (cuando surgen personajes) o en la disolución orgánica dentro de otra estructura, a menudo arquitectónica o urbanística, con algunas referencias al paisaje natural y a los astros.
Podría afirmarse, en un primer momento, que la iconografía de Patricia Fabre se establece en el intercambio entre sujeto y ciudad y que, más que el choque de estructuras entre ambos, la pintora se decide por su encuentro armónico. En este plano, vale recordar que en la tradición clásica la proporción del cuerpo humano es la regla de orden de la representación, al tiempo que la arquitectura clásica se fundó a su vez sobre la geometría y el número para dotar al recinto y al entorno de armonía. La moción de hacer entrar perfectamente las proporciones de un cuerpo en un cuadro pictórico, en un círculo ideal o en un edificio bien equilibrado y construido, son otras tantas versiones de la armonía. El concepto de simetría rigió la noción de armonía, tanto en la representación del cuerpo humano, como en la arquitectura. Es sorprendente encontrar que, bajo la apariencia del caos en muchos de los cuadros de Patricia Fabre, late la búsqueda de la simetría en el rejuego entre los cuerpos humanos y el entorno de la urbe.
En su pintura, la línea está cultivada. Patricia Fabre la ha dejado crecer como quien cultiva una planta, pero también como quien obedece a una tradición, pues a través de la línea la pintora ha ido al descubrimiento de un pasado ciertamente no remoto, el del modernismo. La búsqueda de nuevas direcciones en el arte, que caracterizó a la cultura moderna, tuvo un punto de concentración precisamente en la línea: el dibujo hubo de abrirse paso al margen de las escuelas. Patricia Fabre, autodidacta y muy receptiva, ha trabajado su peculiar diálogo con el modernismo no sólo dando paso a una fuerte referencialidad de pintura a pintura (en la que son reconocibles improntas de Picasso, Kandinsky, Calder, Dubuffet y otros) sino insistiendo en el tema moderno por excelencia: la relación entre sujeto y ciudad. Que este último motivo es en verdad un motor de su trabajo, puede apreciarse con claridad en sus notables tintas sobre papel, ejercicios complejos de construcción en los que la planta arquitectónica, el proyecto y el trayecto, el mapa y el recorrido urbano despliegan los ritmos y las direcciones, sugiriendo una verdadera orquestación de planos, mapas, calles y edificios accesibles por virtud de la habitación y la caminata. En dichos dibujos se revela el trazo múltiple de la artista, su fuerza, movimiento, esbeltez, intención, sorpresa y, sobre todo, síntesis, que es su principal virtud compositiva. El cultivo de la línea provee a Fabre de algo más que un repertorio de procedimientos: el despliegue de un campo de libertad.
Sin duda, esta libertad proviene en primera instancia del abstraccionismo. Si bien en sus acuarelas y acrílicos abstractos el trabajo de Patricia Fabre se caracteriza por un cromatismo audaz más que por el cultivo de la línea, en esas obras ha ejercitado tanto la construcción lineal como la velocidad que, luego, en sus grandes composiciones sobre tela se han vuelto recursos imprescindibles para la organización-expresión en columnas tan característica de su obra. El cromatismo abstracto de Fabre, tan logrado en sus acuarelas, revela las notables aptitudes de una artista autodidacta. Patricia Fabre ha elegido el camino de la independencia.
Uno de los tópicos de la enseñanza del arte, que se encuentra en numerosos tratados desde la época renacentista, es la necesidad que tiene un artista de elegir adecuadamente a sus maestros. El arte se concibe así como un oficio que se hereda de generación en generación, como un legado de procedencia tan legítima como eminente sea el mentor. Además de subrayar la conveniencia de hacer el aprendizaje en un taller bajo la guía de un maestro reconocido, esos tratados suelen mencionar ciertamente a otros “maestros” irrefutables: la naturaleza y la antigüedad; e insisten en que lo que ha de evitarse, en cuanto hace al aprendizaje, es la soberbia de sobrevalorar las propias aptitudes. Pero ocurre que no todos los artistas tienen la suerte de encontrar maestros adecuados y, para salir adelante, no les queda más rumbo que la emancipación de la escuela. El artista autodidacta pudo haber pasado por varios talleres, pero no halló en ellos lo que buscaba, y es el trato con otros artistas, el conocimiento que ofrecen los libros y los museos y la experiencia del trabajo propio lo que rige su trayectoria. En el mejor escenario, lo que ese artista conquista para sí es la libertad. Tal triunfo, en el caso de Patricia Fabre, se hace ostensible en su manejo de la línea. El magisterio que ella ha elegido es, desde luego, el de grandes maestros modernos que ha estudiado en sus obras.
El camino del dibujo que ha seguido Fabre se basa en su particular adopción de la derivación en rama, es decir, el procedimiento de componer el dibujo como una fronda, tratando cada parcela de luz entre las ramas, en la dialéctica figura-fondo, como una pequeña finca donde se desarrollan detallados acontecimientos formales.
Podemos suponer que el dibujo en sí es un campo de libertad, pero lo cierto es que a veces la libertad puede vivirse con apremio. Sucede que hay pintores que no son buenos dibujantes, y que deben, de algún modo, desprenderse de esa carencia o falta de habilidad para poder concretar cualquier obra, mientras que, por el contrario, otros que son excelentes dibujantes no logran acceder a la pintura, y sus cuadros son dibujos al óleo o al acrílico. En la enseñanza académica, el dibujo suele ser considerado etapa fundamental en la realización del cuadro, y antaño toda buena pintura se establecía sobre el criterio de un buen dibujo como base y proyecto que, hasta cierto punto pero no del todo, quedaría oculto en la obra terminada. En la pintura moderna, y especialmente luego de la irrupción del abstraccionismo, el dibujo pictórico se emancipó y la línea adquirió una espontaneidad inédita una vez que se desprendió de la figura, la volumetría, la perspectiva y aun del tema. Como consecuencia, también el gusto y los criterios estéticos se despejaron de los asfixiantes dictados escolásticos. La línea ensanchó sus dominios. Y una vez que volvió a los conocidos terrenos de la figura y el fondo pictóricos, ya no era la misma: lo que antes fue elemento estructurante, se había convertido en un poderoso recurso de invención. Patricia Fabre trabaja en ese espacio.
La invención siempre fue potenciada por el dibujo y, como tal, se vertió naturalmente en el grabado. Goya, en sus Caprichos, fue quizá el referente por excelencia para la modernidad. Cuando el dibujo lineal se aposentó en la pintura durante el siglo xx, apareció un factor de creación que antes había sido repudiado en el cuadro: la improvisación. No hablo de innovación, que siempre fue aceptada por los cánones, ni me refiero a una espontaneidad falta de preparación, sino a esa creación al repente, sobre la marcha, en la que un artista bien dotado de recursos evoluciona a partir de un esquema previo, tal como lo hacen los músicos de jazz sobre una pieza existente, o incluso mediante una pieza creada en el momento. Así como sabemos que Chopin y Liszt eran extraordinarios improvisadores y reconocemos auditivamente esa facultad en sus composiciones pianísticas, no dudamos en reconocer las facultades de improvisación de artistas plásticos como Miró, Masson o Pollock, que hicieron de la pintura al repente un arte en verdad performativo.
En la pintura de Patricia Fabre, por doquiera la improvisación aparece, con mayor o menor control. Sobre campos de color cálido o blancos, la artista procede estableciendo fraccionamientos o zonas rítmicamente determinadas por el dibujo lineal, bajo un patrón, en general, de columnas. La composición se crea mediante líneas negras aplicadas con brocha o pincel que definen límites más o menos precisos, de acuerdo con su intensidad y grosor. La tela queda parcelada con cadencias cartográficas, y se revela entonces como un campo para la improvisación. Surgen ya alusiones al cuerpo humano, siempre en posición vertical, y a probables edificios o paisajes que la pintora va dejando aparecer conforme enriquece los huecos con informaciones visuales, por momentos muy abstractas y por momentos de aspecto ingenuista. No duda en garabatear toda suerte de elementos semiautomáticos, que pueden aludir a rostros, flores, letras, nombres, lunas, soles, ruedas, guitarras, ojos, puertas, lágrimas, dentaduras, animales, estrellas y cuantimás, o pueden ser simplemente trazos veloces e imprevistos. Aquí y allá aparecen perfiles y rasgos abocetados de caras que evocan los dibujos infantiles y esa derivación humorística de los mismos que son las caricaturas. Los cuadros se abren hacia el ludismo del espectador, e indudablemente también hacia un espectador infantil, como si la pintora invitara a un público dominguero que habrá de realizar descubrimientos más frescos, hilar historias más francas e imaginativas a partir de los elementos visuales propuestos. Por su calidad semiabstracta, estas obras apelan a la invención por parte del espectador. Al preparar así el campo para la recepción gozosa, se revela en su obra un fuerte factor de afectividad.
El cuadro no termina de ceder del todo a la abstracción, pero indudablemente acepta la pulsión emotiva en numerosas acometidas. La aparición de la forma cordial, es decir, de un corazón, es recurrente. A veces, parece amalgamarse con una paleta de pintor, otras con un regazo femenino, e incluso la pintora hace de esta forma un receptáculo o un escudo: concentra ahí el punto sensible de sus figuras. En ciertas obras, Patricia Fabre se consagra a llenar los huecos parcelados con profusión casi barroca; en otras, deja respirar a las figuras, dotándolas de vestimenta y autonomía, posibilitando así sus encuentros e interacciones. Como acabado final, suele aplicar una línea directamente del tubo de pintura acrílica, delineando por encima de un contorno y reforzando así con color o con blanco las líneas negras, ofreciendo a las figuras mayor relieve y corporeidad. Si las improvisaciones conllevan el libre ingreso de elementos no conscientes, éstos quedan ordenados en un armado general del cuadro: las líneas gruesas siempre están ahí para delimitar el posible caos; la composición en columnas dota de estabilidad al todo, dicta los ejes y los niveles. La pintora da bienvenida a la participación del azar, pero nunca lo deja desbordar el cuadro, más bien lo asume como expresión de su subjetividad. La línea de Fabre, ampliamente esquemática, se revela al mismo tiempo dotada de complejidad y humor, relajamiento e incluso fantasía; finalmente, manifiesta su capacidad sintética: la composición queda armada sobre un conjunto de facetas sumadas.
Quisiera detenerme en la forma cordial que antes mencioné. En el universo formal de Patricia Fabre, se trata quizá del único elemento figurativo que adquiere un valor propiamente simbólico. Como dije, vale alternativamente por el corazón, la paleta de pintor, el regazo y un escudo. La recurrencia de este elemento permite hablar de una pintura cordial, en la que, desde luego, la afectividad ocupa un lugar central. Las figuras humanas ostentan muchas veces algún signo que remite a personas específicas, una letra, un nombre, una guitarra, las lágrimas, la condición del embarazo, el nacimiento, incluso el agrupamiento de figuras: todo ello abre un capítulo de vida interior, familiar y emotiva. La artista expresa pródigamente esa emotividad en sus improvisaciones. La composición columnar le da un vector de ascenso anímico a esa emotividad. Ahora bien, que la forma de un corazón se fusione con la paleta es casi una declaración de principios, pero el que se fusione además con el regazo y el escudo, abre un espacio de recogimiento en la pintura y nos previene acerca de la exteriorización de fuerzas: el cuadro dará territorio a la expresión, pero no buscará, por lo general, revelar mayor contenido que la interacción de sus formas. La tétrada corazón-paleta-regazo-escudo nos planta frente a un arte que privilegia la organización gráfica constructiva sobre cualquier “mensaje”. No obstante, se trata de un arte hospitalario, abierto, inteligente, que lleva gratamente al espectador a la búsqueda de un orden oculto en las formas.
Pero ocurre que dicha tétrada, más bien estable, tan firme como sus columnas, entra en crisis en algunos cuadros donde la forma cordial da paso a la espiral que aparece como ingente motivo geométrico o incluso como estructura compositiva, desplazando al corazón y rompiendo la columnata. En algunos de estos cuadros, repentinamente inestables y conflictivos, la relación fondo-figura se invierte: ahora el fondo es negro y la línea gruesa es blanca, o mejor dicho, el negro ha invadido grandes zonas de la tela para dejar al blanco no más que algunos corredores. En estas piezas arrebatadas, saltan a la vista fuerzas y direcciones que pueden recordar muy fielmente las estructuras lineales de Kandinsky, evocar los expresionismos de algunos miembros del grupo Cobra y despertar la referencia a alguna calavera mexica, como puede serlo la de la señora del inframundo Mictlancíhuatl. El fondo blanco, que se revela también como fondo frío, lunar, opuesto y complementario del negro abismal, choca con energía creadora. En estos cuadros, el color blanco revela el arma blanca del dibujo, su filo, su navaja. El horror al vacío, que puede localizarse en cada parcela blanca rellena en sus pinturas más cordiales, adquiere en estos cuadros aguzados, vertiginosos y cortantes, una contraparte que inquieta.
Pero volvamos a la protagonista de esta pintura, la línea. La línea en Fabre es un acontecimiento de estilo. Consiste de dos fases: el contorno y el dintorno. Podemos llamar, en general, contorno a las líneas gruesas de color negro o blanco que delimitan zonas o parcelas, y dintorno a todos los acontecimientos lineales que ocurren dentro de esas parcelas. En general, también, puede afirmarse que los contornos, al derivarse, establecen ritmos más o menos rectos o sinuosos que son “comentados” y complementados por los dintornos, éstos de carácter más caprichoso, creando en el diálogo un efecto general de euritmia, es decir, de correspondencia rítmica entre las diversas partes de la obra. Se trata de un estilo seguro y muy suelto que se despliega por lo menos en dos direcciones, muy gobernadas por la columnata o por la simetría. Una dirección apunta hacia la convención de las formas, especialmente hacia grupos de cuerpos humanos vistos de frente; otra, hacia la experimentación, con resultados más interesantes y de mayor complejidad formal, que no excluyen desde luego el cuerpo humano, pero que dotan a la composición de tensiones, articulaciones y equilibrios riquísimos.
El estilo de Fabre se caracteriza más por la interacción que por la colisión de líneas, que aunque dialoguen contradictoriamente siempre se ordenan en una red de fondo en la que todo sentido, todo vector, por menudo que sea, establece contacto con otro y otro y otro más, de modo que la mirada puede hallar siempre resonancias de cada parte en el conjunto. Acaso, el esquema de fondo del acontecimiento plástico en estos cuadros sea propiamente arborescente. Los ejes columnares podrían entenderse así, como troncos del bosque, mientras que las frondas darían cabida, como en los árboles de la vida artesanales mexicanos, a la variedad de la creación. Pero si hemos de relacionar la pintura de Patricia Fabre con un arte tradicional mexicano, quizá la clave esté en la cerámica de talavera.
La talavera poblana se pinta en campos de figura-fondo semejantes. También en ella las parcelas del blanco suelen rellenarse u ornamentarse para dar dintorno a los contornos, y su cromía suele restringirse a dos o tres colores. Patricia Fabre ha llevado ya su experiencia plástica a la tercera dimensión, creando objetos que por momentos sugieren jarrones y tibores como los que crean los ceramistas poblanos, e incluso cajas o esferas que remiten a otras tradiciones artesanales mexicanas. También es notable que, entre sus exploraciones de objetos, Fabre haya creado columnas cilíndricas o de base cuadrangular, e incluso pirámides y biombos, o simplemente objetos constructivos que confirman ese ánimo ascensional tan característico de sus cuadros. Todos sus objetos están pintados al acrílico. Algunos son polícromos, en otros rigen de nuevo el blanco y el negro, ahora más empastados. Al contemplarlos, aparecen referencias al grupo Cobra, y especialmente en la ornamentación de las esferas es imposible no pensar en una cercanía con Karel Appel. Cierta disposición a la creación de juguetes y a la ornamentación como juego se hace evidente. Por momentos, las esferas juegan a ser pelotas. Es el ludismo que baña con su luz toda la obra de Patricia Fabre. ¿Qué podrá lograr la pintora si se pone alguna vez a jugar realmente con el barro, realizando piezas en talavera? Estos objetos indican que ese paso está a un tris de darse. Es innegable que ya en su pintura está inscrita la impronta de la cerámica poblana. ¿No son precisamente el dibujo en rama y la sugerencia de frondas dos características de la ornamentación de la talavera?
Para terminar, recurro a aquellos otros dos “maestros” que mencionan los viejos tratados de pintura: la naturaleza y la antigüedad. Si me he referido a la cualidad arborescente del dibujo de Patricia Fabre, es porque me plantea de nueva cuenta un tema precioso, la relación entre la norma y la intuición, o dicho de modo figurado y aludiendo al dibujo, entre la línea recta y la derivación en rama. En la obra de Patricia Fabre esa relación es afortunada. Si su elemento de construcción es la columna, en este arte que pone en juego al sujeto y la ciudad, su solución es la rama, o la línea curva, a la que Gino Severini llamó “la imagen transpuesta de la vida”. Fabre jamás hace rígida su línea, siempre la dobla y ―lo que es más importante― siempre la hace recuperarse, es decir, la flexibiliza. Esta expresión de la vida es lo que verdaderamente cuenta en el cultivo de la línea de Patricia Fabre: en su dibujo se deposita esencialmente la experiencia de vida. La naturaleza, esa maestra, está ahí evolucionando con las evoluciones del pincel. Es ese árbol de la vida, oculto, como debía quedar en otros tiempos el dibujo en la realización final de la obra. Y aunque he subrayado la herencia modernista que la pintora asume y el espectador reconoce, para obedecer a los viejos tratados de pintura, señalaré al maestro restante: la antigüedad, pero la antigüedad más primigenia, aquella que descubrió en el muro tiznado de carbón, o en un lecho de arena rascado con una vara, el trazo de la luz acompañado por la aparición de la sombra. La pintura lineal de Patricia Fabre es ese descubrimiento. Blanco y negro abriéndose paso en la experiencia del color, en la experiencia de la vida.